jueves. 25.04.2024

Por Martina Dentella 

 

Murió Magdalena Ruiz Guiñazú. Murió Magdalena, que no necesitaba apellido por su trayectoria. No fui su oyente. Pero sí seguí por youtube sus entrevistas políticas más destacadas de los últimos años. Ameritaba escuchar su agudeza, y también como parte de las concesiones que una se debe a sí misma. Poner el oído aunque joda. 

A veces los demonios no encajan. El blanco y el negro tampoco. No son, no caben. Hay que ceder, porque los ensañamientos -y es un buen momento para reflexionar al respecto- nos dejan al límite (del odio) de lo putrefacto, de donde no se vuelve.  

Un saludo de reflejos rápidos y buena memoria de Tati Almeida puso algo de todo ese ruido en su lugar: “Lamento en el alma el fallecimiento de Magdalena Ruiz Guiñazú. Jamás olvidaré cómo siempre nos acompañó, a madres, abuelas, familiares en los terribles años de la dictadura. Las veces que nos reuníamos en el Café Tortoni para hablar y pedirle que nos ayudase a saber algo de nuestros seres queridos!. Siempre nos ayudó, arriesgándose y ¡cómo! Lamentablemente llegado el kirchnerismo, hizo un giro tremendo y se convirtió en una terrible opositora! No obstante, no dejaré de recordarla con un gran cariño y agradecimiento”. 

Cuenta María O'Donnell, su ex columnista, que cuando Raúl Alfonsín la convocó a que formara parte de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, en el año 1983, vivía sola con sus cinco hijos. Enfrentó amenazas -llamados permanentes a la línea de su casa de gente que se quedaba muda cuando atendían- y sintió la desaprobación de la parte más conservadora de su familia, pero que “tuvo la convicción de que lo suyo era un deber cívico al que no podía renunciar”. 

Quien no encarna del todo un frente, es un gris. Una contradicción para el otro. Magdalena era un gris. Una mujer adelantada para su tiempo, madre de cinco, divorciada en un tiempo de mandatos absolutos, laburante a destajo, inteligente, pensante, dedicada. 

Fue la primera mujer que ocupó un lugar de relevancia en la radio con un programa político bien Tempranísimo donde entrevistó a militares, políticos, empresarios y sindicalistas.

Otro valor: era amante de un periodismo en el que no clasificaba sucesos grandes o chicos: sus compañeros recuerdan que hasta sus últimos años llevaba un grabador, y si se topaba con una noticia camino a la radio -fuere cual fuere- la cubría. 

Magdalena muere en un contexto institucional frágil, mientras intentan asesinar a una vicepresidenta con balas, con la palabra, con la invocación a la pena de muerte. Muere en un momento reflexivo, en los días que suceden, donde muchos pedimos que así no y que basta. 

Una nueva concesión de quien escribe, dar lugar a ese símbolo. 

Dos figuras opuestas se atraen. Un cruce en peligro de extinción. En un rincón, Magdalena, y en el otro, el ministro Anibal Fernández. Ajenos, antagónicos, opositores. Con los años, forjaron un vínculo de respeto y confianza mutua. Pensaban muy distinto, pero ambos se concentraban en lo que hacía posible el vínculo: la destreza. Esas sí las escuché todas. Dejaron las entrevistas más sagaces, míticas y graciosas, a las que el periodismo de guerra y traficante no alcanza. 

Justamente ayer, la recordó Anibal Fernández: “Estoy agradecido con ella, muchas cosas las reivindico, las personas de bien se pueden tratar sin ningún inconveniente aunque no pensemos parecido”. Además recordó algunos llamados telefónicos, privados, a propósito de la publicación de sus libros y otros cruces gentiles fuera de aire. 

Es decir, fue un caso paradigmático, en el que su gorilismo confeso (que en todos los casos significa estar en oposición a) no le arrebató la posibilidad del diálogo. Y eso sucede poco. Casi nunca.

Los grises como Magdalena, y por su nivel de representatividad en las audiencias de varias generaciones, incomoda, molesta. También personifica que dentro de las verdades absolutas que nos son propias, aparece siempre la fisura, otro tipo de grieta.

 

Otro tipo de grieta