sábado. 27.04.2024

La narrativa hegemónica sobre el atentado contra Cristina choca contra el sentido de la realidad. Chocó desde que vimos azorados los dos gatillazos, desde que vimos a Brenda Uliarte en Crónica jactándose de no “vivir de un plan”, y desde que nos enteramos que Caputo había pagado 13 millones de pesos por muebles a un odiador que resultó ser gastronómico. Después siguió chocando con todo lo asqueante que supimos de Milman, y estalló cuando Capuchetti actuó frente a sus dos asesoras más como una promotora de gentilezas que como una jueza.

Se borró el teléfono del autor de los gatillazos, se le dieron horas de margen a Brenda Uliarte para que escapara, a la vecina de doble apellido que iba a las marchas de las guillotinas ni se la molestó, faltaba más. Y así y todo, Capuchetti, que además es empleada de D'Alessandro, sigue inmóvil y obstinada en no buscar la verdad. En nuestra cara.

Si ese intento de asesinato queda impune como hasta ahora, lo que este Poder Judicial manda como mensaje es que siga el baile, tienen crédito, disparen, apunten, fuego. Se va a repetir. No necesariamente contra ella, el mensaje es que la violencia política tiene el guiño para renacer y hacer pedazos la vida en paz.

La narrativa hegemónica del atentado es parte de ese proyecto, por algo al día siguiente publicaban instrucciones para hacer salir las balas y no fallar. Tan bajo han caído estos farsantes que hay que refregarles obviedades en la cara a ellos y a los que les creen. Porque en este caso, más que en mucho otros, lo vimos todos.

La jueza Capuchetti no quiere investigar el rol de la Policía de la Ciudad en los días previos al atentado. Los abogados de la vicepresidenta lo han pedido reiteradamente, pero la causa se dirige bochornosamente a su fracaso.

Es hora de que esta farsa choque no solo contra nuestro sentido de realidad, sino contra el de cualquiera que no esté corroído por el odio. En esos días la casa de Cristina, después de la condena y el espectáculo teatral del Liverpool, era una romería de militantes que cantaban que la nafta no les iba a dar a los gorilas. Y el sábado 27 vimos todos los detalles: la irrupción patoteril que caracteriza a esa policía, el choque con los militantes, el cercamiento de la casa de Cristina, los volquetes con piedras que llevaron. Todos escuchamos la voz del superior de un policía decirle que “Kiciloff es un manifestante más”, habilitando el ataque. Todos escuchamos el “a la casa de tu vieja no vas a ir, la concha de tu madre” dirigido a Máximo, antes de salir a pegarle.

Meses antes habíamos visto a un miembro de esa fuerza chocar los dedos con un odiador que gritaba en la puerta del Patria que a Cristina la iban a “ametrallar”. Y vimos cómo Leandro Sosa atacaba el auto de Massa, y cómo sus amigos golpeaban a un cronista, y la policía estaba allí, incluso corriéndose para dejar actuar a los que después resultaron vinculados a los grupos que intervinieron en el atentado.

La narrativa hegemónica, en la región, está tomando la palabra “terrorista” para dirigirla hacia luchadores sociales, sindicalistas, dirigentes populares. Eso forma parte del proyecto de cualquier macrista candidato/a. Y lo que esa narrativa oculta es que para justificar su objetivo, que es bloquear de una vez y para siempre la chance de gobiernos populares, necesitan cómplices terroristas. El sicariato se afinca en la región en los gobiernos de derechas. Brasil, Colombia, Perú y otros países han perdido a muchos de sus mejores cuadros políticos en atentados terroristas.

Si la Policía de la Ciudad es una policía política, debería investigarse pero no se investiga, porque los grandes medios son políticos y el poder judicial también. Todos juegan políticamente para deshacerse de liderazgos populares por un lado, y para generar un nuevo sujeto suelto, sin contexto, sin historia, sin conciencia de clase, sin capacidad de comprensión.

De una policía política se pasa muy fácilmente a una policía del terror. Es nuestro sentido de la realidad, y nuestra comprensión de la tragedia que podría volver a repetirse, que tenemos que reaccionar ahora, confrontando no lo que pensamos, sino lo que vimos, lo que escuchamos, lo que sentimos cuando todo eso pasaba. Ni siquiera es ideológico, es sensorial. Es hora de defender no solo a Cristina, al país que no renunciamos y a nuestra idea de lo humano, sino nuestra cordura. No podemos vivir más en este cuento bobo y perverso que han inventado bobos perversos.

La condena en la causa Vialidad tuvo por objetivo la proscripción de Cristina y con ella, la de la soberanía política, la independencia económica y la justicia social. La causa del atentado se dirige a dejar abierta la puerta de la violencia, en modo de terrorismo, si a alguien más se le ocurre molestar.  

 

Lo vimos todos