lunes. 13.05.2024

El padre Cacho había dejado Luján y se había ido a militar a una capilla en Villa Soldati. Estaba donde creía que tenía que estar. Como siempre: en el medio del quilombo, junto a los que sufren, a los que menos tienen y más necesitan. Tratando de armar, de organizar, de juntar voluntades con un escarbadientes de madera, inventando, generando recursos donde no los había. Estaba entusiasmado con la elección del nuevo presidente peronista. Es el triunfo del pobrerío, ahora le toca celebrar a los pobres, repetía.

Ya había empezado a armar una radio comunitaria y otros espacios de encuentro entre los vecinos. Eso era la iglesia para él. Eso era el peronismo para el padre Cacho. No alcanzamos a visitarlo en Villa Soldati. Al poco tiempo nos enteramos de que lo mataron, lo hicieron mierda, lo encontraron golpeado, atado de pies y manos a la cama. Nunca quedó muy claro quién ni porqué lo asesinaron. Hay mil versiones, mil rumores, o no tantos. Porque hay más silencio que rumores. ¿El silencio es uno, homogéneo y unánime? ¿O son muchos silencios? ¿Tal vez son muchos silencios que juntos hacen un silencio homogéneo y unánime? Lo cierto es que la Iglesia, su Iglesia, la cúpula de esa iglesia, lo abandonó. No llegaba hasta donde él llegaba.

El padre Cacho era un Jesús abandonado. Abandonado como sus pobres. Los viejos de Camilo, mis viejos, acabamos con esta dualidad, y vecinos de las distintas ciudades por las que había pasado, trataron de averiguar qué había sucedido. Se hicieron marchas pidiendo justicia. Pero no la tuvo, la causa se cerró rápido, al año de su asesinato. A pocos les interesaba que hubiera justicia para ese cura tercermundista, villero, peronista de izquierda, o de izquierda a secas.

En los setenta, a Cacho ya lo habían mandado lejos, bien lejos, recluido en un seminario, para que no jodiera. Y cuando volvió la democracia, él insistió para estar otra vez ahí, con esa otra gente, siempre de abajo, siempre recluida, y lo volvieron a trasladar y terminó en una villa, allí donde nadie quería ir. Siempre se le encendían los fuegos de la esperanza, hasta que lo mataron. Vendió el auto que le habían regalado en Chacabuco para que se hicieran obras, también donó toda la herencia que le habían dejado sus viejos. Se despojó de todo, solo le quedaba su vitalidad. Y también se la arrebataron.

No tuvo justicia ni verdad, pero tuvo memoria, aunque sea un pedacito de memoria. Los vecinos le pusieron su nombre a un jardín de infantes, a un pasaje, a una calle, a un puente. Y en estas páginas se transforma en un personaje de novela, para recordarlo, porque el padre Cacho es una figura que te pincha, que no te deja estar, que te compromete, que te dice con su testimonio, con su vida, con su muerte, que no podés hacerte el boludo, que hay una bocha de gente que está sufriendo de verdad, que te convoca y que te necesita.

Cuando fuimos el futuro