sábado. 27.04.2024

Hay lugares, esquinas, personas y negocios icónicos en los pueblos. En Chacabuco, el 8 de octubre de 1938 Julio Mazzocco, a sus dieciocho años, inauguró su segunda bicicletería. Dos años antes lo había intentado a medias con un amigo, Falcione, en la calle Rivadavia. Y aunque no venía de familia de bicicleteros, era un buen corredor. Hasta ese momento vivía con su madre y un hermano, y no sabía que sus hijos y los hijos de sus hijos tomarían la posta. En verdad el primero fue su yerno, Miguel Marini, que en medio de los vaivenes económicos de principio de los ochenta dejó la conducción de un camión de frutas para sumarse al oficio. Julio, que falleció a los ochenta y ocho años, no dejó de ir a la bicicletería hasta último momento y apuntalaba al marido de su hija que trabajaba a la par de sus dos empleados, cuando la bicicleta era un medio de transporte popular. 

-Yo no sabía nada, y el trabajo era muy artesanal- dice Julio- que aprendió a armar ruedas, cambiar conos, emparchar. Está sentado en el banco donde suele trabajar, en el medio de su taller, donde originalmente se encontraba la habitación de Julio y que restauraron por insistencia de su hija Camila. Se descubrieron los techos altos, se habilitó el ingreso de luz natural, se inauguró un cambiador de puertas antiguas, se modificó la fachada sin perder la identidad. Aunque la bicicletería original, la de Don Julio, quedaba en Santa Fe y Moreno. 

Suegro y yerno pasaron años juntos en el taller, y tenían un inconveniente: a Julio le encantaba hablar y Miguel era de pocas palabras. “Pero me enseñaba, sabía mucho”, insiste. Julio fabricaba cuadros, soldaba, y construía a diario la ilusión de jóvenes y niños: una bici Mazzocco. 

Su taller parecía un quirófano. Abría y cerraba el día con el mameluco impoluto y si salía, sopleteaba sus zapatos con el aireador de bici, para salir al encuentro del afuera, presentable. 

Julio bromea sobre los nuevos usos y costumbres sobre ruedas. “Antes era el medio de transporte de los trabajadores, pero hoy hay mucho ciclismo, o ciclismo rural, y todos usan trajes, se embellecen para salir a andar en bici”, dice. 

Además, cuenta, “hoy los bicicleteros cambiamos piezas, antes todo era artesanal, las cosas se reparaban, por eso no parábamos, y mi suegro era muy exigente, estaba encima de todos los trabajos y tenía un trato muy especial con la gente, tenía clientes hoy la gente busca el precio y las cosas son más rotativas”. 

Miguel tuvo seis hijos: Augusto, Candela, Fermín, Camila, Victoria y Francisco. Se criaron entre ruedas, aunque ninguno tuvo una bici nueva. Nadie excepto Augusto, porque abuelo le armó una bicicleta de carrera, corrige Miguel. 

La llegada de Camila, tercera generación, al negocio, fue fortuita. Sus padres viajaron a Europa a conocer algunos familiares en Italia, primos hermanos de Don Julio. Iban a cerrar la bicicletería, pero Camila se ofreció a quedarse en el negocio familiar. Cuando su papá volvió, decidió quedarse. 

-Y hay lugar para todos, y gracias a Dios porque pudimos hacer la reforma porque yo siempre tengo el no. Soy conservador en no. Mi señora me reta, porque no analizo, digo que no antes que nada. Pero después me hacen lo que quieren (risas). El problema es que algo que iba a durar quince días duró un mes y medio, y a mí me volvía loco, pero valió la pena, porque además ahora entra luz.  

Miguel se levanta todos los días a las seis de la mañana, a las siete y media suele tener todas las bicis afuera, y después barre y acomoda el local. Aunque los jóvenes, dice, lo están haciendo cambiar. Y suele cerrar antes y disfrutar los días. 

Camila se suma a la conversación y trae fotos de su abuelo, de la vieja bicicletería. En una de ellas su abuelo se abraza con el famoso chacabuquense “Palito” Balbi. Iba todas las mañana a ayudar, barría, ordenaba, en otras posa al lado de decenas de bicicletas, como ramos. 

Y entre ellas, una foto con su primer cliente, Lito Marino que antes de que Don Julio abriera las puertas de su local y compartieran los días y la vida, le pidió que convenciera a su padre de comprar una bicicleta de la que se había enamorado. El padre de Lito nunca lo supo. Cuando la bicicletería cumplió los primeros cincuenta años, Lito organizó una fiesta en el Club Porteño y Julio le regaló una medalla de oro, en honor a esa primera transacción. 

Mientras salimos del taller para despedirnos en la vereda, Miguel piensa y dice que esas paredes vieron crecer a sus hijos, que fue un poco la casa del pueblo, que las puertas siguen abiertas, y ya las transita una nueva generación. 

Bisemanario Chacabuco.

 

La primera bici Mazzocco se vendió hace ochenta y cinco años