viernes. 26.04.2024

El Vasco lo había invitado al campeonato de natación en aguas abiertas en la Laguna de Rocha. Era la primera competencia en la que participaba el primo, así que Camilo les insistió a sus padres para que lo llevaran. Era una laguna artificial que se había creado para contener y encausar el Salado. No era muy profunda, aunque en algunas zonas llegaba a los seis metros; ni era muy extensa, aunque tenía dos kilómetros de diámetro.

La prueba era de diez mil metros, en un trazado casi circular. La humedad, el pasto alto, el agua barrosa y los mosquitos: tremendos, múltiples, homicidas. Mientras las chicas y los chicos de la escuela de natación elongaban bajo las órdenes de los profesores, Camilo y su padre intentaron pescar, con lombrices encarnadas y boyitas amarillas flúor.

Corrían todas las categorías juntas, desde cadetes a seniors. Y de golpe la vio: ahí estaba. Era ella, sin dudas, era ella. La piba de San Pedro que había conocido varios veranos atrás en San Bernardo. Era ella, la que había imaginado tantas veces. Ahí estaba, con una malla azul enteriza, con unas olas de color fucsia que atravesaban el pecho y la espalda. Su pelo castaño, sus ojos claros,probablemen-
te verdes.

Una vez en el agua, las y los nadadores se entremezclaban, era difícil individualizarla. Camilo vio que el Vasco sí estaba entre los primeros, entremezclado con los más grandes. Hacían brazadas rápidas, parecían máquinas de nadar. Cuando se alejaron del muelle y cruzaron la parte más extrema, los cuerpos se volvían más y más confusos y era imposible determinar las posiciones. Así que tomó la caña, encarnó con una lombriz y tiró la boya lo más lejos posible. Por momentos parecía que había picado, pero no era más que una falsa ilusión generada por el oleaje. El sol se hacía sentir y la mamá le insistió –una vez más- que se pusiera la gorrita. Pero Camilo se sentía cómodo con su pelo lacio al viento, que se volvía más rígido por el efecto del agua y la tierra, y entonces pasaba sus manos para lograr un jopo alto, bien alto, y bien canchero, esperando el regreso de la chica sampedrina.

No pica, la boya no se hunde, acciona el reel y retrae la tanza. Los peces se comieron la carnada en forma tan astuta como vil, vuelve a tomar otra lombriz del suelo y la atraviesa de forma suave y fatal por el anzuelo acerado. Espera. Su padre le enseñó que el arte de la pesca radica en el ejercicio de la espera. Pero no pasa nada. Levanta la vista. Allá viene el cardumen de nadadores, en qué lugar está la chica de San Pedro, y se acercan, veloces, los punteros, aquellos que combinan juventud con cierta experiencia, con sus cuerpos torneados, las espaldas bien anchas, las piernas musculosas y flexibles. Son tres los que disputan la primera posición. Las brazadas se aceleran, el público festeja cuando cruzan la meta.

Todos los familiares se acercan al muelle mientras los jóvenes nadadores celebran sus triunfos con sus novias y entrenadores. Se viene el segundo pelotón. ¿Estará ahí? ¿O será parte del tercer grupo, que está a unos quinientos metros, en el que están los rezagados y las categorías menores? ¿Y el Vasco? ¿Qué pasó con el Vasco?

Los más experimentados siguen cruzando la línea de llegada, los padres de la chica de ojos verdes saltan de alegría. Allí está ella, segunda entre las mujeres, la mejor entre las cadetas. Los padres la abrazan, los profesores la felicitan. Camilo mira a cierta distancia, no se anima a acercarse. Todo el pelotón termina de cruzar y el Vasco queda entre los últimos.

El primo le explica que había arrancado muy bien (¡sí, entre los primeros!), pero después se quedó sin aire y tuvo un calambre y se le enredó el pie derecho entre los camalotes (¡sólo le falta decir que se le cruzó un tiburón!), pero que al menos pudo terminar la prueba. El Vasco mira al suelo, pierde su mirada entre los pastizales. Camilo le dice que no pasa nada, que arrancó muy bien, que tiene velocidad para estar entre los mejores, y le pone una mano en el hombro. Ese gesto surge de forma espontánea, sin cálculos, pero cuando ve esa mano, la suya, que consuela a su primo, se siente extraño, adulto, con gestos que no le parecen propios, aunque sí adecuados.

Sus padres le dicen que agarre el equipo de pesca, que tienen que volver a la ciudad. Camilo pide quedarse un rato más, porque van a sortear unos equipos de ropa deportiva. Un ratito más. Para ver la entrega de premios y el sorteo, promete. Pero no, no hay caso, no llegan, nos tenemos que ir. Los padres del Vasco escuchan y se aproximan salvadores. Se ofrecen a llevarlo más tarde. Dale, después venís con los tíos; mientras, nosotros nos bañamos, conceden.

En el sorteo: no gana nada. La entrega: empieza con los menores, que reciben diplomas por la participación. Luego, sí, es el turno de ella. Los entrenadores destacan su desempeño. Los chicos más grandes la saludan, la abrazan, la besan (en la mejilla). Camilo ve cómo se hacen señas, gestos cómplices. Ella está feliz, con su medalla colgando sobre el pecho. Y mira: a los jóvenes ganadores, que reciben sus medallas y trofeos. Camilo mira a ella, que no lo mira, que nunca lo busca con la mirada, está atenta a los otros chicos, más altos, más grandes, más musculosos, más forzudos, más todo.

-Me acordaba que eras de Chacabuco, pensaba que podía encontrarte. ¿Por qué no viniste a saludarme? -le dice ella, sin que Camilo entienda muy bien cómo llegó hasta allí.

-Ah, sí, sí, vine a pescar con mis papás –responde y sale corriendo detrás de una pelota que llega milagrosa a sus pies.

Es en el momento de la premiación cuando Camilo cree entender que a ella le gustan los chicos más grandes, y él no está a la altura de ellos, ni de ella, en términos simbólicos y literales, así que es mejor tomar distancia, dejarla libre, para qué hacerle perder el tiempo, si seguro ella debe querer ponerse de novio con alguno de esos nadadores, con alguno de esos musculosos de espaldas anchas que van a la secundaria, que no son nenitos de séptimo, que ya tienen pelos en las axilas, que van a la escuela de saco y corbata y salen los fines de semana a bailar y toman Gancia con Sprite y limón. Y él no es más que un guardapolvo blanco y bigotes de leche chocolatada.

Tal vez, en diez, veinte, treinta años, se reencuentren, ella esté sola y puedan cruzarse en alguna calle de Buenos Aires. Tal vez, en ese reencuentro, casual, aunque no por eso no esperado, recuerden aquellos días de niños, y Camilo la invite a salir y se pregunten en qué andan en sus vidas, qué estudian en la universidad, y dónde trabajan. Tal vez. En un futuro. Pero ahora: no. Ahora la distancia es enorme y brutal, tan grande que Camilo no sabe cómo saltarla, es un abismo, en el que él: cae. Y ella: no.

No sabe qué decirle, porque sus palabras son las de un nene y ella necesita escuchar cosas de grande. Así que, cree, sólo queda callar. Y alejarse tras esa pelota salvadora.

Cuando fuimos el futuro