lunes. 20.05.2024

Camilo Ibarrondo había ascendido a la segunda categoría de la Federación de Ajedrez de Chacabuco y ya no jugaba solo con sus compañeros de séptimo grado, sino que competía con pibes de la secundaria e incluso contra hombres barbudos, calvos o de pelos canosos, que usaban anteojos y fumaban y se sentaban frente a él y tomaban café. Era uno de los pocos chicos que había quedado en el club, porque los que habían empezado la secundaria tenían otras preocupaciones, como estudiar historia o geografía, ponerse de novio, armar bandas de rock, salir de noche, aprender a fumar o a andar en moto, evitar irse a finales, o rendir finales. Nada de eso era parte del mundo de Camilo, pero a decir verdad tampoco ya se sentía tan atraído por el ajedrez. Su objetivo estaba cumplido: lograr el ascenso a segunda división.

Ahora no le interesaba estar en segunda. Lo único que le dolía era abandonar a Pedro, sentía que su tío podía tomarlo como una traición. Pero se le hacía cada vez más cuesta arriba. Ay, esos alientos a tabaco y a café o, peor, a alcohol. Ay, esos largos tiempos que se tomaban para analizar cada jugada. Él era más impetuoso, más ansioso. Así que ni bien arrancó el torneo, Camilo perdió un par de partidas, hizo tablas en otras. Creo que no ganó ningún juego, aunque tampoco lo recuerdo último en la tabla de posiciones que se publicaba los sábados en el bisemanario Chacabuco.

A fuerzas de ser justos, a Camilo sí le interesaba el ajedrez, como historia, como algo a ser leído o escuchado, aquellos relatos acerca de los falsos autómatas, de la genialidad del cubano Capablanca, de su bohemia o la de Miguel Tal, del ascenso y la fuga de Bobby Fischer, de la competencia entre los yanquis y los soviéticos, de los espías y los sabotajes. Le gustaba escuchar al tío hablar sobre los favoritismos del Partido Comunista por Karpov, de los complots, de la llegada del maestro Pelikan a Chacabuco luego de las Olimpíadas de Ajedrez que se hicieron en Buenos Aires en 1939.

Camilo entendía porqué Pelikan se había radicado en la Argentina, pero no que hubiera llegado a esta ciudad polvorienta y de techos bajos del noroeste bonaerense. Saltan ahora su memoria, a mi memoria, la voz del tío Pedro y las anécdotas del hambre que había sufrido ese gran maestro, de cómo Pelikan siempre respondía “en ese orden” y “no se detenga, buen hombre” ante las ofertas de un plato de comida, de cómo les enseñó ajedrez y cómo luego en realidad lo que hizo fue regalarles un mundo; acercarles un mundo que, para ellos, era tan lejano, tan periodístico, tan literario.

Treinta años después, Camilo debe reconocer que olvidó todas las aperturas, las defensas, ya no recuerda la Ruy López, la siciliana, la italiana, no sabría ahora cómo cerrar un final de torre y dama contra un simple alfil, se borraron de su memoria tantas jugadas, tantos movimientos, si lo apuraran, si me apuraran, no podría ni siquiera ejecutar el mate pastor, aunque tal vez esté exagerando, porque sí recuerdo cómo realizar un enroque, y su valor defensivo, pero todo eso que estaba en el tablero parece haberse evaporado. Y, sin embargo, regresan a mi memoria aquellos apellidos: Capablanca, Lasker, Alekhine, Tal, Spassky, Fischer, Karpov, Kasparov, Najdorf, Oscar Panno.Y Pelikan. Y mi tío Pedro. Aquel aroma a café, tabaco y encierro, aquellos hombres barbudos y pensativos, grises y bohemios, que ahora, recién ahora, se vuelven tan dulces, tan tiernos, tan nostálgicos, y entiendo que mi tío Pedro –como Pelikan, a su vez, había hecho con él- también me regaló un mundo: el de la adultez. Me permitió entreverlo, sin la tutoría de mis padres, me permitió por primera vez sentirme parte de esa adultez tan anhelada y tan preciada. Entonces, ahora, tal vez, me gustaría volver a ser ese niño, Camilo Ibarrondo, que, ay, se asoma otra vez a ese mundo desconocido e incierto, pero a la vez - ahora lo compruebo- inevitable. Entonces es momento de café en homenaje a aquellos hombres –no había mujeres, salvo en las páginas de ajedrez en los diarios: las hermanas Polgar y Claudia Amura-, un momento de café, pero sin tabaco, porque de refilón también aprendí que mejor sin tabaco, ante esos pulmones y el corazón colapsado del tío Pedro.

Cuando fuimos el futuro