jueves. 28.03.2024

Chacabuco está incorporado a mis trabajos. Efectivamente. Y es algo que ha venido tomando cuerpo lentamente. Quizá tenga que ver con la edad: uno se va volviendo viejo, y va teniendo una especie de regresión a la infancia.

Lo que recuerdo con claridad, es el día –y ayer acariciaba la mesa, en lo de mi tío Agustín- que cené por última vez antes de lanzarme fuera de Chacabuco e irme a Buenos Aires para comenzar a trabajar, cuando para mí la vida era todo promesa, todo futuro, e iba seguro de mí mismo. Y desde allí me fui para Buenos Aires, con un traje nuevo que me hizo mi tío Bautista Iaria. Era uno de esos trajes de antes que parecían hechos de fierro, muy armados. Y así empezaba en cierta medida mi historia.

Dejé el pueblo. Se me borró, en gran medida, para mí. Vinieron otras gentes, otros paisajes, otras alegrías y otras tristezas. Poco después, concretamente cuando estudiaba Filosofía y Letras, era frecuente que regresase a Chacabuco. Me tiraba el pueblo. Pero, todavía, no había tomado distancia: es decir, no tenía sombras, no tenía historia, para mí. Era el mismo pueblo que acababa de dejar. De pronto, cuando fui creciendo más, y no venía con tanta frecuencia a Chacabuco, allí, en la soledad de la ciudad, mi pueblo fue cobrando la imagen que tiene hoy para mí: se fue poblando de sombras, de medias luces, y empezaron –tal vez a través de mi padre, que es un personaje constante en mi obra- a revenir, a volver a primer plano, personajes y situaciones que había olvidado.

De todas maneras, yo me preguntaba, mientras escribía Sudeste o Alrededor de la jaula: ¿qué raro es que no escriba algo concreto sobre mi pueblo?, que tanto incidía sobre mi vida. ¿No?

En general nunca escribo inmediatamente sobre una experiencia que tengo. Las experiencias se aposentan dentro de mí, tardan en madurar, y después de muchos años recién se me presentan como tema literario, como asunto literario. Y de pronto surgió así, ahora –si bien en mis cuentos o novelas siempre aparecía algún personaje, alguna situación o algún paisaje que tenían que ver con mi pueblo, si bien nunca había encarado de frente el tema- inesperadamente como surgen todas estas cosas: el año pasado, la revista Crisis y Eduardo Galeano concretamente, me pide una colaboración. Le entregué un cuento escrito con urgencia, muy laborioso, pero sin mucho entusiasmo. «La visita», se llamaba. Y Eduardo, entrañable amigo, con esa sinceridad que tiene –es un compañero que aprecia lo que yo hago-, me dice: «Mirá (después de leerlo), esto no es un cuento tuyo, no es un cuento que esté a tu nivel, haceme otra cosa. Y me obligó, en cierta medida, a escribir algo que valiese la pena.

Por ese tiempo yo frecuentaba Chacabuco. No tanto la ciudad, sino una estancia de Chacabuco. Warnes es el pueblito más cerca de Alfredo Cirigliano y se llama «Los pumas». Queda en el camino entre Bragado y Chacabuco, en el camino de tierra. Y en parte por eso, y en parte porque me sugestionaron siempre los árboles (inclusive he filmado dos documentales sobre árboles), un día viniendo hacia Chacabuco, veo un hermoso y florido álamo carolina, y, entonces, se me ocurrió: qué lindo sería contar alguna vez una historia de un hombre a través de un árbol. Y después pensé: por qué no contar toda la historia de un pueblo a través de un árbol; y entonces escribí (tenía el tema en la cabeza, pero no lo había elaborado), a pedido y urgencia de Eduardo Galeano, la «Balada del álamo carolina». Un cuento que efectivamente es como la vida de un hombre vista a través de la vida de un árbol. Y trepado en cierta medida, metafóricamente, a ese árbol, vislumbré de nuevo al pueblo, y escribí todo un libro titulado La balada del álamo carolina.

Y así surgió ese libro, el libro que escribí con más facilidad, casi sin darme cuenta, que está próximo a aparecer –tal vez lo presentemos aquí- y que lo he dedicado a Chacabuco. Mi pueblo.

Yo soy eminentemente un forastero en Buenos Aires. No lo soporto, no hago migas con él. Me siento perpetuamente forastero, y como yo mucha gente, por supuesto. Es la soledad tremenda: esa soledad acompañada, en apariencia. Y me siento fundamentalmente un hombre de pueblo. Un hombre del interior. Y donde me reconozco es justamente aquí, en Chacabuco, donde nací, y lo quiero entrañablemente. Hoy, por ejemplo, un poco antes de esta grabación, salí a caminar por las calles, tratando de reconstruir lugares que yo conocía, la vieja tienda de mi padre, tapiales ya desaparecidos, ya borrados. Y allí, dificultosamente entre la nueva construcción, en un barrio totalmente cambiado, dado vuelta, rejuvenecido, hermoseado –aunque para mí era hermoso antes- encontré la vieja tienda de mi padre, el viejo almacén de mi padre. Y enfrente la vieja panadería de Muela. Me bastó entrar ahí un momento para reubicar todo un tramo de mi vida que había olvidado. Recordé, por ejemplo, a mi hermano saltando sobre los escalones que llevaban hacia la puerta, alta, de la tienda de mi padre. Inclusive me acordé de un pequeño accidente: al arrojarse en brazos de mi padre se cayó y se rompió la nariz, ¡pobre! En fin, reconstruí todo un retazo de mi vida.

Por ello, y por todo ello, Chacabuco está totalmente incorporado a mi obra. Y a mi vida, por supuesto, ¿no?

 

(*)Este texto resultado de una grabación fue publicado en Vértebra Fermento Número 7, Chacabuco, julio de 1975 y se reproduce en Haroldo Conti: en prensa, Ediciones bonaerenses.

Chacabuco, desde el álamo carolina